Comenzamos un nuevo post con un futbolista, del que quizás haya que leer y escribir de pie producto de la enorme admiración que le profeso a pesar de la todavía mas enorme distancia espacio-temporal que separa sus mágicos tiempos de mi posición. Un personaje querible por su propia genialidad, la misma que le acompañó cuando tenía la pelota en sus pies y esquivaba rivales a gran velocidad, como la de su carisma que lo hizo transformarse en leyenda, fue el prototipo del jugador de barrio, ese del campito que sólo quiere divertirse con la pelota, consiguiéndolo en el durísimo y estructurado fútbol inglés de la década de los 60, donde sus regates, goles y proezas se hicieron famosas, posiblemente uno de los 5 o 6 jugadores con mayor calidad técnica en la historia de este maravilloso deporte, es difícil ponerle un tono jocoso cuando se escribe desde la más sincera admiración hacia un personaje de otra época que no pude disfrutar en vivo, solamente gracias al bendito youtube (esas cosas raras que generan este tipo de personajes tan especiales).
Hoy no vale la introducción típica, lo que prima en este día es la veneración al primer ícono pop en la historia del fútbol (más de 30 años antes de que aparecieran los Beckham y Cristiano Ronaldo), George Best ya trascendía el mundo del fútbol, genial futbolista, de buena presencia, mujeriego y alcohólico irrecuperable, un adelantado con el balón en los pies, pero caracterizado también por esa aureola de autodestrucción que suelen tener los grandes cracks. Al estilo de los poetas malditos (Rimbaud, Corbiere, Mallarmé, Desbordés-Valmore, Villiers y Verlaine) surgidos en Francia a fines del Siglo XIX, Best era capaz de generar arte, pero también de estar ligado a tendencias autodestructivas, en el caso de Best, su galería de arte se exponía en los estadios de fútbol y su destrucción estaba en el alcohol que le esperaba a la salida.